Posted by : Claudia R. Niño viernes, 3 de enero de 2014

Antoni Tàpies - Banda roja, 1971
Técnica mixta s/tela, 170 x 190 cm.
Col. Museo Tamayo Arte Contemporáneo



Amor sobre ruedas
 
                                        "And girls just wanna have fun"
                                                                                           Cindy Lauper        

    Todos los fines de semana, incluso los domingos después del Jappening o del fútbol, Sandra y Márgara se subían a un Toyota Célica azul-cielo y recorrían Apoquindo buscando tipos -o minos como decían ellas- con quien pinchar. Era casi como un deporte, un verdadero hobbie, pero a ellas les parecía bien, entendible, para nada un vicio denigrante como les habían dicho por ahí. Cuando empezaron a salir los martes, sin embargo, tal como hoy, hasta ellas mismas se dieron cuenta de que quizás se les estaba pasando la mano. Pero nunca tanto. Total, pensaban ellas, peor era quedarse solas, cada una por su lado, pasándose películas, frustradas a morir.
    La que manejaba era Márgara, la dueña del Célica, que por esas cosas del destino no era la que llevaba las riendas al momento de hacer la conquista. Las razones eran básicamente dos: debía preocuparse de guiar bien el auto (un choque sería vergonzoso, totalmente fuera de lugar, como caerse mientras se baila un lento); y lo otro era que no le pegaba tanto al oficio de engrupir como la Sandra, su amiga y copiloto, la cerebro del dúo, que era bastante atractiva, como exótica, dúo, que era bastante atractiva, como exótica, con el pelo largo que le tapaba un ojo, negro brillante con rayitos rubios, bien a la moda. Juntas, Sandra y Márgara, que era más baja, entradita en carnes si se quiere, se juraban las reinas del pinche sobre ruedas, las Cagney y Lacey de Apoquindo, aunque estaba claro que eso era pura imaginación, porque había otras minas a las que les iba harto mejor en eso de la conquista de auto a auto.
    Sandra y Márgara eran buenas amigas, aunque igual se aserruchaban el piso a la hora de la verdad. Cada una por su lado y que gane la mejor si se la puede. Se conocían de toda la vida, compañeras de curso y de banco, con todo lo que eso implica. Algunas antiguas compañeras de curso con las que se juntaban a tomar once, a pelar, les habían dicho, no mucho antes, que era decadente y triste eso de andar buscando hombres por la calle. Hasta peligroso. Ellas le respondieron, en cambio, lo que ya tenían asimilado: "¿De qué otra forma vamos a conocer hombres?" Y, de alguna manera, era cierto. En sus respectivos institutos ya ubicaban -como decía Sandra- al ganado masculino disponible. Sabían perfectamente quién era quién, o sea, que ninguno las inflaba demasiado.. Los compañeros de curso eran sólo eso: compañeros. Y se acabó. Claro, podían meterse a alguna actividad, ¿pero cuál? ¿Gimnasia aeróbica?: puros maricones. ¿Cursillos de filosofía,, de poder mental, talleres literarios?: puros locos, huevones trancados. No, no eran de esa onda. Para nada. 
    El panorama era, entonces, desalentador, poco viable. Por eso habían llegado a la conclusión de que era más necesario salir al encuentro, tal como lo estaban haciendo hoy, porque si se ponían a esperar a que llegara ese príncipe tan anhelado, lo único que iban a sacar en limpio era que, aunque sonara siútico, el tren se fuera sin ellas.   
    Había sí un consuelo: no eran las únicas dedicadas a eso ni mucho menos. Cada vez que salían de ronda, como esta extraña noche, se cruzaban en su camino con un buen número -un aterrador número- de mujeres que buscaban lo mismo o quizás aún más, porque algunas de ellas iban a la pelea firmeza y Sandra y Márgara andaban en la onda tranquila, tratando de conocer tipos para después elegir al más adecuado, al más tierno del montón. La competencia, entonces, era dura, sin compasión. Cada hembra necesitada, cada vieja en busca de carne joven, cada mina lateada, era una amenaza para las dos. 
    Es difícil creer que dos mujeres jóvenes que salen a buscar hombres -tenían su tope en tipos de treinta- no lleguen hasta el final. Tampoco atracaban. Y no era porque no lo desearan sino simplemente por la fama. Santiago es, en el fondo, un pueblo chico y, tal como siempre lo repite la Márgara, la que se da el lujo de saltar de cama en cama, después lo paga. La idea, entonces, era conocer tipos en auto, aceptar a que las convidaran a tomar bebidas, decir que sí, estar un rato, intercambiar teléfonos, a lo más ir a un mirador y casi nunca tener algún contacto mayor.  
    Como no eran tontas y sabían que era necesario cuidarse, aunque esta noche, esta noche era otra cosa, nunca aceptaban ir muy lejos. Tenían como ley no bajar más allá de Providencia de Lyon y no subir más allá del Tavelli de Las Condes. Otra regla era siempre seguir en el auto propio, así si los compadres se ponían hostigosos, se viraban y listo. Los tipos que conocían generalmente eran pintosos (si no, no los saludaban a través de la ventana), de buen nivel, con autos más o menos potables. Básico era que les gustara la música y que la tocaran bien fuerte. Dependiendo de la emisora, Sandra y Márgara sabían la onda de los desconocidos y si cumplían las exigencias mínimas. Típico resultaban ser estudiantes del Incacea o del Inacap, pocas veces les tocaban universitarios de la Católica, pero eso era pura mala suerte porque ellas sabían que aburridos y parqueados había, y muchos, y que el hecho de ser inteligentes no es sino una razón más para necesitar salir a buscar mujeres porque estaba super probado que mientras más capos los tipos, más imbéciles para ser felices.

En eso mismo están pensando las dos: en la dosis de suerte que se necesita para enganchar pareja. Quizás esta noche, noche bastante tibia para ser octubre, las cosas se den de otra manera, esperan. Algo se intuye, incluso. La noche está distinta, trastocada. Rara.
    Apoquindo, la avenida más usada del barrio alto, con sus tres pistas para arriba y sus tres para abajo, tiene actividad para ser martes y casi parece sábado; esto las pone de buena y les da ánimo mientras recorren esta parte de la ciudad. Sandra anda hecha una loca cantando a todo full (aunque no tiene ni idea de inglés, sólo sabe que David Bowie es como lo máximo), moviendo todo su calentador cuerpo al ritmo de la radio, creyéndose estupenda y orgullosa de ser joven, de tener plata, de ser ella.
    Tal como se decidió, Sandra anda con una polera muy apretada, sin sostén, con sus tetillas erguidas detrás del algodón que tiene estampado un “Any time you want” rojo. Márgara se puso, aunque en realidad no se la cree porque de femme fatale no tiene nada, una falda con dos tajos que según ella mata a cualquier tipo en menos de un minuto. Arriba un peto negro super brilloso que le queda medio suelto. Además se arregló el pelo para verse como si recién viniera saliendo de una cacha con tutti. Como sombra de ojos, una pintura canela que destella chispazos dorados. Las vestimentas de las dos no son de día martes. Son como para ir a la pelea.
    Las nueve diez, relativamente temprano, aunque nunca tanto si se toma en cuenta que el toque es a las dos. Salen a Apoquindo, la calle sagrada, por El Bosque Norte, la de los restoranes que ilustran las páginas de la Mundo Dinners; doblan hacia arriba, rumbo a El Faro, donde la taquilla se juntaba antes de que muriera por pasado de moda. Andan inquietas, como preparándose para la victoria, conversan puras tonteras y quizás por eso no se han dado cuenta de que hace media hora que las siguen de cerca, bastante cerca, casi raspándoles el parachoques. Tanto parloteo y tanto mirar para los lados las hace olvidar lo que hay a sus espaldas: un auto negro, brillante y luminoso, que refleja las luces de toda la arteria. El auto es bajo, como una lancha, y avanza lentamente, casi sin tocar el pavimento, espiando a las dos mujeres que recorren las calles buscando al hombre perfecto.
    Sandra enciende un cigarrillo. Lo aspira y suelta el humo, grácilmente. Mira a Márgara, que parece decepcionada. Sus ojos tan maquillados se ven muertos, fijos en el tráfico que está adelante; no en el de atrás. Sandra sigue fumando; en la radio la Madonna canta feels so good incide y ambas saborean los labios. Pero así y todo no pasa mucho. No hay caso: mientras más intentan pasarlo bien, peor la pasan. Quizás sería mejor volver a casa.
    De pronto los ojos de la Márgara se encienden. Un antifaz de luz estalla en su cara. La iluminación sale del retrovisor, como si hubiera reflectores invisibles colocados en el espejo. Rápidamente Sandra se da vuelta y ve las dos luces redondas resplandeciendo como panteras en su cara. El auto azabache disminuye su velocidad y comienza a quedarse atrás. Pero sólo por un instante. El señalizador se prende. Avanza, se coloca en la otra pista y acelera. Ya está al lado de ellas. El azul del Célica se refleja en el elegante negro. Ambas están calladas, atónitas. Las ventanas del auto también son negras y relucen. No se ve nadie adentro. Están muy cerca, apenas unos centímetros de distancia. Ambos se desplazan a la misma velocidad. Luz roja. Los dos se detienen.
    Ahora están uno al lado del otro. Sandra, que ya tenía su ventana abajo, está con el codo afuera y mira de reojo la negra ventana. Vendería su alma con tal de poder ver quién está dentro. Y el deseo se cumple: las ventanas –todas las ventanas– comienzan a descender automáticamente. A medida que bajan, va saliendo cada vez más fuerte un rock cuyo ritmo asemeja el del latido de un corazón. El interior del auto está iluminado y una extraña luz verde se escapa a través de los espacios que dejaron. Adentro hay cuatro hombres, tipos de veinte, veinticinco años. Los cuatro parecen sacados de una revista de modas masculina. Son perfectos, bellísimos; sus pieles color maní emanan una fragancia espesa y atrayente que cruza de un auto a otro. Cada uno es distinto, tienen peinados diferentes; lo mismo sus ropas, sus relojes, sus rasgos. Pero los ojos los tienen iguales. O muy parecidos. La misma mirada fija, dura, atrapante. La estilización de sus rostros los hace verse falsos, fabricados, maniquíes vivientes que respiran, sudan, acechan.
    Luz verde. Ambos parten. Márgara, sin saber por qué, cambia la radio y sintoniza la misma estación que la del auto negro. Ninguno de los dos se adelanta. Se mantienen paralelos. Los tipos no las miran. Ellas no hacen otra cosa que contemplar con la boca abierta y húmeda a esos cuatro ejemplares soñados. Apoquindo parece más lenta, más vacía. Luz roja.
    Sandra infla un globo con su chicle rosado. Está que revienta de enojo y tensión. Los cuatro hombres aún no miran para el lado. Y están tan cerca. Bastaría con estirar la mano un poco para acariciar ese mentón duro y serio, para revolver ese pelo a lo Sting, corto y castaño, empapado de gel. Pero el tipo mira quieto el vacío mientras golpea el volante con sus dedos. Los otros tres tienen sus platinosos ojos fijos en el grupo de prostitutas de abrigos de piel sintética y medias caladas que rondan por la esquina de Burgos. Márgara observa con envidia cómo las codiciadas miradas del auto negro se dirigen a esas minas de mala muerte y no hacia ellas que están de miedo, listas para todo, rajas de caliente por esos cuatro gallos malditos de buenos, enfermos de matadores. Luz verde. Partir.
    Márgara acelera a fondo, haciendo rugir el motor, pero no parte. El auto negro sigue ahí, impávido. Una vez más acelera, saca humo y para. Los tipos no responden. Siguen acelerando, suelta, acelera y suelta, embraga: primera, pela forros y sale, segunda, volando, rajada, a concho, setenta, noventa, picando a todo dar, y el auto negro, refulgiendo como un jaguar oscuro electrificado, como las zumbas para arriba, pasando el letrero rojo de la Gente, el Bowling y su mundillo, dejando toda la taquilla atrás, alcanzándolas, colocándose a su lado, cerca, el viento está fresco y fuerte, despeinando, removiéndolo todo y la Sandra que ya está casi afuera de la ventana, eufórica y rayada, se agarra sus dos tetas con las manos y las aprieta hasta que por poco sus pezones atraviesan la tela y les grita con toda su fuerza ¿quieren hueveo, locos?
    Y comienza a tirarle besos, a abrir su boca, a sacarse el rouge con la lengua. Márgara sigue acelerando, ya van en ciento veinte, no puede parar, la radio ya revienta, there´ll be swinging, swaying, music playing, dancing in the streets y los tipos, cosa sorpresiva, comienzan a sonreír, a tornarse humanos y les devuelven los besos, les gritan frases, garabatos, guiños de ojos, vamos, Márgara, acércate, éstos sí que van a la pelea, yo me quedo con los de adelante, total, una vez en la vida, qué te importa, huevona, si príncipes nunca vamos a encontrar, loca, una buena cacha no le hace mal a nadie y los minos se van acercando, suave, lento, deslizándose a su lado, ven, guapo, más cerca, así, para sentirte, cosa más rica, si supiera tu mamá, lindo, ven, déjame chuparte, lamerte y... ¡mierda!, algo cambia, el auto comienza a enfurecerse, a echar chispas, a tratar de arrollarlas, de sacarlas de la pista. Se inicia el encierro, la guerra, el caos; el auto negro arremete contra el Célica, trata de chocarlo, de destruirle la puerta lateral y la batalla sigue, a alta velocidad, solos, sin ningún auto cerca, solamente la avenida como campo de combate y Márgara acelera, lo más posible, mientras que los tipos del auto negro les gritan garabatos, más garabatos, insultos, les lanzan escupos y pollos, se bajan los Wranglers y se largan a mear sobre el Célica, a juguetear con sus presas, a ofrecerlas, y ambas radios, como si estuvieran conectadas, como si el auto negro ya dominara, emiten sinfonías crípticas, sonidos bajos y densos, chirridos diabólicos y guitarra pesada, enervante, rock metálico, rock satánico y la niebla, rara para octubre, una niebla verdosa y áspera, inicia su entrada a la calle, llenándola hasta las azoteas de los edificios, tapando toda la vía, bloqueando la vista, los sentidos, paralizando los reflejos y el auto negro avanza sobre el colchón de niebla, circunda al Célica hasta encerrarlo en un tornado púrpura y viscoso y, en medio de risotadas que se escuchan a lo lejos, de caos metálicos que se escapan de las alcantarillas, desaparece por una calle transversal, dejando como huella un temblor en los árboles y un estallido en la brisa.
    Márgara y Sandra están sentadas en medio de Apoquindo con el auto parado. La calle está vacía, sin gente, sin buses, sin nada. La niebla sigue y aumenta. Ambas respiran hondo y tratan de olvidar lo recién vivido. La radio ya no funciona. Está muerta.
    Se suben al auto, encienden el motor, dan vuelta, y comienzan a volver a casa en silencio, tratando de no meter bulla. El trayecto se hace eterno, como si el pavimento se dirigiera en la dirección contraria. La soledad de la avenida y el mutismo reinante no pierden su olor a complicidad. Márgara mira por el espejo y ve dos luces a lo lejos que se vienen acercando rápido. Acelera como nunca lo ha hecho antes.
    De una esquina aparece un auto negro que rozando diagonalmente la calle se instala frente a ellas, bloqueándoles la vía de escape. De la nada, dos autos negros se colocan uno a cada costado. Márgara vuelve a mirar el retrovisor: otro auto negro está pegado a su cola. La radio comienza a funcionar, remeciendo los vidrios. El motor se apaga. Los cuatro autos se detienen. Una puerta se abre.


Tomado de: "Sobredosis" (Cuentos, 1990).





Alberto Fuguet chileno nacido en 1964. Vivió buena parte de su infancia en California (Estados Unidos) y después, en su regreso a Santiago, estudió periodismo, dirigió algunas publicaciones y publicó, entre otros, estos libros: La azarosa y sobreexpuesta vida de Enrique AlekánSobredosis, y las novelas Tinta roja, Por favor, rebobinar, Cortos, entre otras.

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